Todos la
conocemos muy bien. Su historia la tenemos grabada en la memoria y en cuanto
escuchamos las primeras frases, ya sabemos cuál va a ser la narración.
“Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó…”. Ya está, no
necesitamos más, es la parábola del buen samaritano. La historia, narrada
maravillosamente por Jesús, cuenta que un hombre que bajaba de Jerusalén es
atacado y abandonado en el camino, dado por muerto. En esta situación agónica,
por fin pasa un hombre, era un piadoso sacerdote, luego pasa un levita muy
devoto y, viéndolo, se apartan y continúan su camino dejando al hombre
muriéndose. Ambos seguían la prescripción legal de no tocar cadáveres para que
no quedar impuros ante Dios. Finalmente pasa por allí un samaritano del que no
se puede esperar nada bueno porque era de otra raza, cultura y religión, de un
pueblo enfrentado con sus vecinos. Sorprendentemente el extranjero atiende al
malherido con un cuidado exquisito y, con una naturalidad excelente, le salva
la vida.
Es muy
probable que, en el imaginario de los oyentes de la parábola, estuviera la
convicción de que tanto la víctima como los dos devotos caminantes que la
evitan, bajaran del Templo, el lugar de encuentro con Dios. De lo que no cabía
duda era que el samaritano no bajaba del Templo. Ellos tenían otras tradiciones
religiosas e, incluso, otro Templo.
A partir
de la aparición de este personaje extranjero, los verbos que se utilizan son
profundamente significativos.
· El
samaritano vio al malherido
· Se compadeció de él
·
Se acercó
·
Le curó
· Lo montó en su cabalgadura
· Lo llevó a una posada
Casi sin
quererlo, el evangelista, al referir esta parábola de Jesús, describe las características de las personas que hacen
algún tipo de voluntariado.
La
persona voluntaria es la que camina al lado
de los necesitados, ve su realidad
sin mirar para otro lado, experimenta un sentimiento de compasión que le lleva a pararse y acercarse al
que sufre.
Luego toca su dolor, la causa de su sufrimiento,
se compromete con él, hace lo
que puede para aliviar su situación para posteriormente acercarlo a un centro especializado donde le
puedan atender con profesionalidad.
Hecho
esto, el voluntario desaparece y continúa su camino con los ojos bien abiertos
y el corazón dispuesto a volverse a conmover.
Siempre
me ha gustado imaginar qué hubiera ocurrido si la parábola hubiera continuado.
Estoy convencido de que nuestro amigo samaritano se sentiría feliz por ser útil
a un menesteroso, imagino que seguiría su camino con más alegría que cuando lo
emprendió. Cuando llegara a su pueblo y contara su historia, algunos amigos no
entenderían la solidaridad con un extraño y potencial enemigo, otros se
crearían muchos interrogantes; sus hijos -si es que los tenía- escucharían
boquiabiertos y admirados la hazaña sencilla de su padre; su esposa se sentiría
más enamorada que nunca de aquel hombre bueno. Al día siguiente, y sigo
imaginando, subiría al templo del monte Garizím para dar gracias a Dios por el
don de la misericordia que le había llevado a atender la vida de un judío que,
de no ser por él, probablemente estaría ya muerto.
En la
actualidad hay muchos samaritanos junto a nosotros; hombres y mujeres que,
independientemente de sus razas, opciones políticas o credos, hacen de la
solidaridad una bandera. Los hay quienes dedican su tiempo a ser monitores en
Centros de Tiempo Libre, otros cuidan ancianos que están solos, otros atienden
el teléfono de la esperanza, otros participan de proyectos que atienden a
personas con adicciones, enfermos, indigentes, personas discapacitadas, niños y
niñas, jóvenes, familias, inmigrantes y refugiados/as, reclusos/as y
ex-reclusos/as, personas sin hogar…
Incluso
algunos se hacen la maleta y marchan un tiempo a países de Tercer Mundo a
colaborar en lo que buenamente pueden para practicar la misericordia.
Son los
voluntarios y voluntarias, profetas cotidianos que nos enseñan el valor de la
compasión y la entrega, gente buena que –lejos de sumarse al rebaño los que
miran hacia otro lado- son capaces de dar y darse. Cuando acaban su servicio,
siguen su camino, como el samaritano y, como el samaritano, salen más alegres,
conscientes de que reciben mucho más de lo que dan.
Para los
no creyentes son testigos de que el amor es más importante que la religión.
Para los creyentes son signos vivos de que la única religión verdadera es la
que nos lleva a amar.
JOSAN MONTULL